lunes, 14 de noviembre de 2011

Historias de café


La vio y le gustó inmediatamente. Todavía no la conocía y ya se imaginaba junto a ella. Se cruzaban tres veces por semana en el mismo café. Él, sentado cerca de la ventana con su infaltable paquete de cigarrillos, y ella, sentada en la otra punta con sus anteojos de marco negro, devorando libros de psicología. Su concentración en la lectura le daba la posibilidad a él de mirarla sin que se diera cuenta. Admiraba su pelo largo y ondulado que cubría sus hombros, siempre encogidos, y sus ojos que le daban tranquilidad y a la vez intriga. Sentía que guardaban miles de secretos que nadie había descubierto aún. Se llamaba Renata, como supo luego de indagar al dueño del café con una generosa propina de por medio. Luego de este hecho, todo comenzó a empeorar.
Los días en los cuales Renata no estaba, Pablo se sentía desolado, como si le faltase algo para poder llenar su día de alegría. Miraba por la ventana engañándose a sí mismo de que quizás aparecería, aunque sabía claramente de que ese día ella no iba a estar. Durante incontables semanas, la situación se repetía: ella llegaba a la misma hora, vestida de oficina, pedía un té con dos medialunas saladas y se sumergía en su libro de turno. Del otro lado se encontraba él, oculto entre el humo, muriéndose por conocerla.
Luego de unos meses, cometió un nuevo error: quiso escuchar su voz. Se la imaginaba dulce, relajada, con un tono suave y hasta romántico. El problema era no tener ninguna excusa para acercarse y hablarle. <<Podría decirle que si no le molesta me gustaría sentarme con ella>>, pensaba, <<o preguntarle algo del libro que está leyendo>>. Finalmente se decidió, y aquel lunes de noviembre fue el plazo que se puso a sí mismo para hacerlo. Llegó al café y esta vez no pidió nada. Con nervios agarró el diario y prendió el primero de los tantos cigarrillos que fumó ese día. Se acercaba la hora en que usualmente Renata llegaba, pero todavía no había señal de ella; quería conocerla a toda costa, sin importar lo que le dijera nadie. En su mente era la mujer ideal, introvertida, inteligente y pasional.
Luego de un rato la vio doblando la esquina, apareciendo a lo lejos desde la ventana que siempre le regalaba su primera imagen. Estaba empapada y se acercaba corriendo. Cruzó la calle con toda la ayuda que pudo obtener de sus zapatos para encontrarse parada frente a él, mirándolo con una sonrisa entre las gotas que caían de su pelo. Del otro lado la imagen de él, reflejándose a sí misma como un espejo, y sorprendido por el intercambio de miradas, pero con la decisión ya tomada de iniciar una conversación con ella.
Salió del café en busca del encuentro, de la excusa, del momento perfecto que había imaginado durante meses: poder conocerla. Antes de pronunciar su elaborado discurso, Renata habló:
- Discúlpame, no me conoces, pero siento que te amo. Espero que no te asusten mis palabras, pero he estado sentada queriendo conocerte desde hace mucho tiempo. Si tan solo me concedes unos momentos, te invito a tomar algo.
La negativa de Pablo se manifestó en una sonrisa nerviosa entre dientes y un simple movimiento de cabeza. Ella se quedó muda y se alejó con un caminar rápido, cruzando nuevamente la calle hacia un café distinto, y con la desilusión en la mirada de una mujer que sentía que había perdido al amor de su vida sin siquiera haberlo conocido. Él entró nuevamente al café, se sentó, y el dueño le alcanzó una lágrima que no recordaba haber pedido.