La vio y le
gustó inmediatamente. Todavía no la conocía y ya se imaginaba junto a
ella. Se cruzaban tres veces por semana en el mismo café. Él, sentado cerca de
la ventana con su infaltable paquete de cigarrillos, y ella, sentada en la otra
punta con sus anteojos de marco negro, devorando libros de psicología. Su
concentración en la lectura le daba la posibilidad a él de mirarla sin que se
diera cuenta. Admiraba su pelo largo y ondulado que cubría sus hombros, siempre
encogidos, y sus ojos que le daban tranquilidad y a la vez intriga. Sentía que
guardaban miles de secretos que nadie había descubierto aún. Se llamaba
Renata, como supo luego de indagar al dueño del café con una generosa propina
de por medio. Luego de este hecho, todo comenzó a empeorar.
Los días en los cuales
Renata no estaba, Pablo se sentía desolado, como si le faltase algo para poder
llenar su día de alegría. Miraba por la ventana engañándose a sí mismo de que
quizás aparecería, aunque sabía claramente de que ese día ella no iba a
estar. Durante incontables semanas, la situación se repetía: ella llegaba
a la misma hora, vestida de oficina, pedía un té con dos medialunas saladas y
se sumergía en su libro de turno. Del otro lado se encontraba él, oculto entre
el humo, muriéndose por conocerla.
Luego de unos meses,
cometió un nuevo error: quiso escuchar su voz. Se la imaginaba dulce, relajada,
con un tono suave y hasta romántico. El problema era no tener ninguna excusa
para acercarse y hablarle. <<Podría decirle que si no le molesta me
gustaría sentarme con ella>>, pensaba, <<o preguntarle algo
del libro que está leyendo>>. Finalmente se decidió, y aquel lunes
de noviembre fue el plazo que se puso a sí mismo para hacerlo. Llegó al café y
esta vez no pidió nada. Con nervios agarró el diario y prendió el primero de
los tantos cigarrillos que fumó ese día. Se acercaba la hora en que
usualmente Renata llegaba, pero todavía no había señal de ella; quería
conocerla a toda costa, sin importar lo que le dijera nadie. En su mente era la
mujer ideal, introvertida, inteligente y pasional.
Luego de un rato
la vio doblando la esquina, apareciendo a lo lejos desde
la ventana que siempre le regalaba su primera imagen. Estaba empapada y se
acercaba corriendo. Cruzó la calle con toda la ayuda que pudo obtener de sus
zapatos para encontrarse parada frente a él, mirándolo con una sonrisa entre
las gotas que caían de su pelo. Del otro lado la imagen de él, reflejándose a
sí misma como un espejo, y sorprendido por el intercambio de miradas, pero con
la decisión ya tomada de iniciar una conversación con ella.
Salió del café en busca
del encuentro, de la excusa, del momento perfecto que había imaginado durante
meses: poder conocerla. Antes de pronunciar su elaborado discurso, Renata
habló:
- Discúlpame, no
me conoces, pero siento que te amo. Espero que no te asusten mis palabras, pero
he estado sentada queriendo conocerte desde hace mucho tiempo. Si tan solo me
concedes unos momentos, te invito a tomar algo.
La negativa de Pablo se
manifestó en una sonrisa nerviosa entre dientes y un simple movimiento de
cabeza. Ella se quedó muda y se alejó con un caminar rápido, cruzando
nuevamente la calle hacia un café distinto, y con la desilusión en la mirada de
una mujer que sentía que había perdido al amor de su vida sin siquiera haberlo
conocido. Él entró nuevamente al café, se sentó, y el dueño le alcanzó una lágrima
que no recordaba haber pedido.