No sabía qué hacer. Por
un lado, el sillón y la música estaban bien. Nada del otro mundo. Sólo bien. El
disco sonaba de a ratos interesante y de a ratos extremadamente predecible. Después
de unas canciones me cansé y busqué otro de la pila de discos que había desparramado
por el suelo. Antes de hacerlo, me serví otra copa.
Afuera había olor a hojas
quemadas y a humedad. Ya era otoño y la gente, en vez de comprar bolsas de
consorcio de más, optaba por prender fuego los restos de los árboles en las
calles. Tal vez era por vergüenza que lo hacían al anochecer para que nadie los
vea. La avenida estaba cortada por la mitad, la seguían arreglando, y yo prefería
seguir como estaba, descalzo, algo borracho y seleccionando disco tras disco
tras disco, pero la botella de vino se estaba vaciando y quería otra. Era obvio
que no iba a poder aguantar cuatro horas. Ya eran las ocho. Pasada la
medianoche llegaba Tom con una pizza y algunas cervezas. Tom estaba trabajando como
delivery para la pizzería Distrito todo el fin de semana y yo tenía una hora
antes de que la ley no me dejara comprar alcohol. El estómago me burbujeaba.
Así que salí. Antes de hacerlo, agarré dos cigarrillos y me puse uno en cada oreja.
Las primeras cuadras fueron
aburridas. La mayoría de los locales estaban cerrados y la niebla que se
formaba de las hojas quemadas y la humedad era más molesta que en el balcón,
más espesa y densa. Seguí camino hacia la vinoteca y comencé a ver inodoros por
todos lados, en el pasto, en la calle, en la avenida rota, en las paradas de
colectivo. Inodoros blancos, relucientes y sin usar. La puta madre, pensé. ME
MEO. Pero acá no puedo mear. Hay luz, están las latas prendidas fuego en las
esquinas. Por qué mierda no meé antes de salir. Si mi mama siempre me dijo…
Fui hasta la oreja
derecha y agarré el cigarrillo. Lo prendí sólo de un lado, horriblemente mal.
El viento de la esquina tuvo la culpa. Para algunas personas, eso me hacía un
cornudo, y de los buenos. Una pelotudez, pero me daba algo para pensar y
olvidarme del inminente problema que venía batiéndome las tripas. Yo estaba
solo. Hacía meses que no tenía suerte. Me habían engañado algunas veces. No
importaba en realidad. Tenía las manos adentro de los bolsillos de la campera.
En uno de los bolsillos tenía las llaves, en el otro, el encendedor, y en el
fondo de los dos, pelusas. Seguí caminando, maquinando bastante. Cada paso
parecía comprimirme más la vejiga y los recuerdos. No podía parar de pensar en
las ganas que tenía de sacar el pito al viento. Y si meaba sólo de un lado, ¿significaba
algo?
Llegué a la puerta de la
vinoteca transpirado como una foca. Entré. Había un hombre buscando un vino para su noche. ¿Qué tipo
de noche tendría? ¿Una noche de sexo? ¿Una noche frente a la computadora? ¿Necesitaría
que lo abracen? ¿O que le sean indiferente? Hice unos pasos hacia la
derecha, mirándolo, preguntándome cosas. Agarré un malbec barato, lo pagué con
billetes repetidos y salí. Apenas puse un pie afuera el meo ya tenía nombre y
apellido. Miré hacia un costado y luego hacia el otro: nada ni nadie. Al frente
mío estaba la iglesia Pompeya. Pensé por un segundo en sentarme en las
escalinatas y tomarme la botella pero no tenía abridor, y no es que era una
cerveza que podía abrir con los dientes. Emprendí el camino de vuelta a casa.
Otras seis cuadras, ahora con más peso añadido. El meo, para estas alturas, ya
era un río descontrolado. Si había rocas en ese río eran de mis riñones. Mi
pito era como una pequeña manguera sin un fuego para extinguir. No sé por qué pensaba
en fuego. Ni por qué pensaba que tenía el pito chico. Era todo presión. Crucé
San Juan corriendo y pasé por la veterinaria de la calle La Pampa; era el
momento perfecto para descargar. Busqué un lugar lejos del ruido y de las tapas
térmicas y me bajé el cierre del jean temblando. Estallaba como un petardo. Apoyé
el malbec algo lejos para no salpicarlo y apenas lo hice me paré y la orina, simplemente,
comenzó a fluir. Mis ojos se dispararon hacia las nubes. Contraje las nalgas y
arqueé la espalda. Me olvidé de todo lo que venía pensando por unos momentos.
¡Qué bien se sentía!
Había pasado más de un
minuto y el chorro seguía saliendo con decisión. El placer iba disminuyendo y comenzaba
a transformarse en un procedimiento mecánico. El pis golpeaba la pared y caía haciendo
ruido a pis que golpea la pared y cae. Nada divertido. Ya no faltaba mucho para
estar vacío, para volver y fumar otro cigarrillo y tomar la botella y ver qué
hacer pero bueno, apareció un patrullero.
UIUIUIUIU UIUIUIUIU UIUIUIUIU
¡QUIETO! ¡¡LAS MANOS
ARRIBA!!
UIUIUIUIUIU UIUIUIUIUIU UIUIUIUIUIU
¿¿QUE CREE QUE ESTÁ
HACIENDO??
UIUIUIUIUIU UIUIUIUIU UIUIUIUIU
¡PIERNAS SEPARADAS!
UIUIUIUIU UIUIUIUIU
¡¡LAS MANOS EN LA NUCA!!
UIUIUIUIU UIUIUIUIU UUUUIUIU UIU y más UIUIUIUIUIU por toda la
avenida rota. Traté de explicarles lo que venía pasando como pude: la primera
botella, las ganas de una segunda, la ley que me perjudicaba tanto a mí como a
ellos, el pis, el pis, y sólo el pis en busca de razones pero no dio resultado,
eran tipos duros, de las calles y las avenidas, meaban donde querían, entonces
probé con temas más sensibles, los problemas de todos los días, pero no hubo
caso. Uno de los policías estaba boludeando con el celular. Le brillaba la
frente y la nariz cuando lo prendía y se notaba como agitado. El otro me pidió
los documentos con firmeza pero no los tenía. Había salido con lo justo.
Me trajeron al
departamento en el patrullero con la condición de que nunca más hiciera algo
así. El patrullero tenía olor a pis. PIS PIS Y MÁS PIS. Me bajé. El policía
agitado me amenazó desde la ventanilla. NO MEES EN LA AVENIDA LA PROXIMA TE
LLEVAMOS SABEMOS DONDE VIVIS UIUIUIUIU UIUIUIUIU.
Subí y entré. El comedor
olía a palosanto. Fui hasta el balcón a fumarme el cigarrillo de la oreja
izquierda. Apoyé la espalda contra la pared y me di cuenta que había dejado la
botella de vino donde había meado. Bueno, para esta altura era una causa
perdida, ¡qué pelotudo!
El patrullero se quedó
estacionado en la esquina con las luces prendidas. Aún a la distancia se podían
distinguir a los dos policías adentro. El rostro del acompañante seguía
brillando cada vez que prendía su teléfono. Continué mirando. Tal vez le estaba
histeriqueando su mujer, o su amante, o alguien. Siempre hay alguien para eso
en estos tiempos que corren. Quizás el histérico fuese él pero eso yo no lo
sabía y nunca lo iba a saber.
Sonreí.
Fui hasta el baño y meé
lo que me quedaba en el fondo de la vejiga, mandé un mensaje de texto y no me
acuerdo bien que pasó después.