domingo, 6 de septiembre de 2015

El gran estruendo




No sabía qué hacer. Por un lado, el sillón y la música estaban bien. Nada del otro mundo. Sólo bien. El disco sonaba de a ratos interesante y de a ratos extremadamente predecible. Después de unas canciones me cansé y busqué otro de la pila de discos que había desparramado por el suelo. Antes de hacerlo, me serví otra copa.
Afuera había olor a hojas quemadas y a humedad. Ya era otoño y la gente, en vez de comprar bolsas de consorcio de más, optaba por prender fuego los restos de los árboles en las calles. Tal vez era por vergüenza que lo hacían al anochecer para que nadie los vea. La avenida estaba cortada por la mitad, la seguían arreglando, y yo prefería seguir como estaba, descalzo, algo borracho y seleccionando disco tras disco tras disco, pero la botella de vino se estaba vaciando y quería otra. Era obvio que no iba a poder aguantar cuatro horas. Ya eran las ocho. Pasada la medianoche llegaba Tom con una pizza y algunas cervezas. Tom estaba trabajando como delivery para la pizzería Distrito todo el fin de semana y yo tenía una hora antes de que la ley no me dejara comprar alcohol. El estómago me burbujeaba. Así que salí. Antes de hacerlo, agarré dos cigarrillos y me puse uno en cada oreja.  
Las primeras cuadras fueron aburridas. La mayoría de los locales estaban cerrados y la niebla que se formaba de las hojas quemadas y la humedad era más molesta que en el balcón, más espesa y densa. Seguí camino hacia la vinoteca y comencé a ver inodoros por todos lados, en el pasto, en la calle, en la avenida rota, en las paradas de colectivo. Inodoros blancos, relucientes y sin usar. La puta madre, pensé. ME MEO. Pero acá no puedo mear. Hay luz, están las latas prendidas fuego en las esquinas. Por qué mierda no meé antes de salir. Si mi mama siempre me dijo…
Fui hasta la oreja derecha y agarré el cigarrillo. Lo prendí sólo de un lado, horriblemente mal. El viento de la esquina tuvo la culpa. Para algunas personas, eso me hacía un cornudo, y de los buenos. Una pelotudez, pero me daba algo para pensar y olvidarme del inminente problema que venía batiéndome las tripas. Yo estaba solo. Hacía meses que no tenía suerte. Me habían engañado algunas veces. No importaba en realidad. Tenía las manos adentro de los bolsillos de la campera. En uno de los bolsillos tenía las llaves, en el otro, el encendedor, y en el fondo de los dos, pelusas. Seguí caminando, maquinando bastante. Cada paso parecía comprimirme más la vejiga y los recuerdos. No podía parar de pensar en las ganas que tenía de sacar el pito al viento. Y si meaba sólo de un lado, ¿significaba algo?
Llegué a la puerta de la vinoteca transpirado como una foca. Entré. Había un hombre  buscando un vino para su noche. ¿Qué tipo de noche tendría? ¿Una noche de sexo? ¿Una noche frente a la computadora? ¿Necesitaría que lo abracen? ¿O que le sean indiferente? Hice unos pasos hacia la derecha, mirándolo, preguntándome cosas. Agarré un malbec barato, lo pagué con billetes repetidos y salí. Apenas puse un pie afuera el meo ya tenía nombre y apellido. Miré hacia un costado y luego hacia el otro: nada ni nadie. Al frente mío estaba la iglesia Pompeya. Pensé por un segundo en sentarme en las escalinatas y tomarme la botella pero no tenía abridor, y no es que era una cerveza que podía abrir con los dientes. Emprendí el camino de vuelta a casa. Otras seis cuadras, ahora con más peso añadido. El meo, para estas alturas, ya era un río descontrolado. Si había rocas en ese río eran de mis riñones. Mi pito era como una pequeña manguera sin un fuego para extinguir. No sé por qué pensaba en fuego. Ni por qué pensaba que tenía el pito chico. Era todo presión. Crucé San Juan corriendo y pasé por la veterinaria de la calle La Pampa; era el momento perfecto para descargar. Busqué un lugar lejos del ruido y de las tapas térmicas y me bajé el cierre del jean temblando. Estallaba como un petardo. Apoyé el malbec algo lejos para no salpicarlo y apenas lo hice me paré y la orina, simplemente, comenzó a fluir. Mis ojos se dispararon hacia las nubes. Contraje las nalgas y arqueé la espalda. Me olvidé de todo lo que venía pensando por unos momentos. ¡Qué bien se sentía!

Había pasado más de un minuto y el chorro seguía saliendo con decisión. El placer iba disminuyendo y comenzaba a transformarse en un procedimiento mecánico. El pis golpeaba la pared y caía haciendo ruido a pis que golpea la pared y cae. Nada divertido. Ya no faltaba mucho para estar vacío, para volver y fumar otro cigarrillo y tomar la botella y ver qué hacer pero bueno, apareció un patrullero.
UIUIUIUIU UIUIUIUIU UIUIUIUIU
¡QUIETO! ¡¡LAS MANOS ARRIBA!!
UIUIUIUIUIU UIUIUIUIUIU UIUIUIUIUIU
¿¿QUE CREE QUE ESTÁ HACIENDO??
UIUIUIUIUIU UIUIUIUIU UIUIUIUIU
¡PIERNAS SEPARADAS!
UIUIUIUIU UIUIUIUIU
¡¡LAS MANOS EN LA NUCA!!
UIUIUIUIU UIUIUIUIU  UUUUIUIU UIU y más UIUIUIUIUIU por toda la avenida rota. Traté de explicarles lo que venía pasando como pude: la primera botella, las ganas de una segunda, la ley que me perjudicaba tanto a mí como a ellos, el pis, el pis, y sólo el pis en busca de razones pero no dio resultado, eran tipos duros, de las calles y las avenidas, meaban donde querían, entonces probé con temas más sensibles, los problemas de todos los días, pero no hubo caso. Uno de los policías estaba boludeando con el celular. Le brillaba la frente y la nariz cuando lo prendía y se notaba como agitado. El otro me pidió los documentos con firmeza pero no los tenía. Había salido con lo justo.
Me trajeron al departamento en el patrullero con la condición de que nunca más hiciera algo así. El patrullero tenía olor a pis. PIS PIS Y MÁS PIS. Me bajé. El policía agitado me amenazó desde la ventanilla. NO MEES EN LA AVENIDA LA PROXIMA TE LLEVAMOS SABEMOS DONDE VIVIS UIUIUIUIU UIUIUIUIU.
Subí y entré. El comedor olía a palosanto. Fui hasta el balcón a fumarme el cigarrillo de la oreja izquierda. Apoyé la espalda contra la pared y me di cuenta que había dejado la botella de vino donde había meado. Bueno, para esta altura era una causa perdida, ¡qué pelotudo!
El patrullero se quedó estacionado en la esquina con las luces prendidas. Aún a la distancia se podían distinguir a los dos policías adentro. El rostro del acompañante seguía brillando cada vez que prendía su teléfono. Continué mirando. Tal vez le estaba histeriqueando su mujer, o su amante, o alguien. Siempre hay alguien para eso en estos tiempos que corren. Quizás el histérico fuese él pero eso yo no lo sabía y nunca lo iba a saber.
Sonreí.
Fui hasta el baño y meé lo que me quedaba en el fondo de la vejiga, mandé un mensaje de texto y no me acuerdo bien que pasó después.