Estaba en la habitación del hotel sentado a los pies de
la cama, haciendo nada en realidad, cuando me di cuenta de que no quería estar
ahí. Tos. Fastidio. Dolor de cabeza y de pecho. Algo me pasaba. Culpa. Remordimiento.
Sentía que estaba al borde de algo, entonces me paré, me puse los pantalones,
la remera y todo lo demás y salí a caminar sin ninguna dirección en concreto.
Ya era de madrugada. Ese momento donde todo se encuentra sereno y tranquilo,
como quien aguarda la muerte en la sala de espera de un hospital. Malas
noticias. A la distancia se escuchaba un sinfín de autos rodar por la gran
autopista de concreto. Conocía la ciudad desde hacía un tiempo y no me
interesaba interiorizarme en ella. Venía muy cada tanto y nunca me quedaba
mucho. Era lo usual y para quejarse estaban los que no trabajaban y mierda, yo
sí que trabajaba. Había trabajado toda mi puta vida y ahora no tenía nada, sólo
unos cuantos consejos profesionales y un plazo de espera. Quería atropellar al
médico y a toda su hermosa familia. Habían sido horas miserables, días
miserables. No podía estar mucho tiempo más encerrado en la habitación, me
traía malos recuerdos. Todo a mi alrededor estaba desmoronándose. Salí del
hotel y el viento de la calle me sentó bien. Comencé a respirar de manera más
pausada. Cuando ya sabes que no hay vuelta atrás la tristeza en realidad
dura poco. Empecé a ponerme mejor. Prendí un cigarrillo y miré hacia arriba.
Iba a ser un buen día. No tenía nada para hacer, salvo esperar. Eché el humo y salió un círculo perfecto de nicotina que se quedó unos instantes
suspendido en el aire. “Todavía no”, pensaba mientras seguía mirando hacia arriba
y fracasaba con otros circulitos, “todavía no”.
Al rato de caminar me agité un poco y me senté en el cordón
de la vereda. No había avanzado mucho. Me quedaba un solo cigarrillo en el
paquete. El sol estaba por salir y el calor empezaba a mezclarse con el asfalto
y la brea. Ni un alma, nadie en las calles. En la esquina de enfrente había un
bar abierto, y como ya había desperdiciado una buena parte de mi vida en bares,
entré. Tenía sed. Me senté en uno de los taburetes al costado de la barra y
pedí una cerveza.
- En lo posible que esté fría – le dije al mozo,
no recuerdo si de buena o mala manera. El mozo me miró y se alejó. Luego se acercó
nuevamente.
- No te hagas el vivo acá, eh.
Había pocas personas en el bar, tal vez unos diez o doce, algunos medio dormidos, otros muy solos en sus mesas oscuras y otros
charlando. Por cómo hablaban, parecían que eran clientes regulares del lugar y
daba la impresión de que algunos se conocían entre sí. Borrachos, desempleados,
despechados, gente anónima, mi clase de gente, y una prostituta algo avejentada
y triste que deambulaba entre las mesas buscando no tener que volver sola a
casa, porque casa no existía y nunca había existido, sólo existía
el bar para gente como nosotros en este mundo retorcido y loco que te pisa y te
aplasta y te domina y sólo te da alcohol para sobrevivir un rato más.
Mierda, necesito mi cerveza.
Mierda, necesito mi cerveza.
Llegó la cerveza, abrí la tapa con el encendedor y la
empiné. La prostituta se movía de un lado a otro. Llegué al fondo de la botella rápido, le pedí
al mozo una más y me puse el último cigarrillo que tenía entre los labios.
- Acá no se fuma.
Di media vuelta y
noté que en la mayoría de las mesas había ceniceros repletos de colillas. Y
bichos. Volví la mirada hacia el mozo.
- ¿Me estás cargando?
- Ya te dije que no te hagas el vivo acá. Tomá tu
cerveza.
Me achiqué en relación a mi tamaño natural y no me quedó
otra que no prender el cigarrillo. El mozo tenía una actitud amenazante y se
movía despacio pero con decisión detrás de la barra llena de botellas sin vida.
Cuando se alejaba de mí, posaba su vista en las mesas y por momentos la mirada
se le perdía en algún detalle, luego volvía, se perfilaba y esa tímida sonrisa se le borraba del
rostro, entonces seguía limpiando los vasos sucios con su paño blanco, mirando
hacia abajo y esperando el próximo pedido. Era corpulento y tenía brazos gordos
y manos grandes, como las de un metalúrgico o un camionero. Se notaba que le
pesaba el cuerpo y los años y arrastraba mucho el culo cuando caminaba. Yo estaba
seguro de que en una pelea, si nadie interfería a su favor, podía llegar a
noquearlo en menos de lo que él pensaba, pero claro, para hacer eso, de seguro
iba a recibir una paliza antes. No estaba para eso. A veces no sucede. Ya tenía
muchas guerras perdidas en mi haber por no haber conseguido el golpe perfecto a
tiempo.
Dejé de pensar en el mozo. Si no iba a tener la oportunidad
de verlo desmayado en el piso, no valía la pena. La nueva botella transpiraba
sensualmente. La abrí y la empiné, pero esta vez con más ahínco, con más
necesidad, como si cada trago sanara una parte fundamental de mí que estaba
rota. Al fin y al cabo, creo que es por eso que en ocasiones se vuelve tan
difícil el desapego. Me quedé sentado, saboreando la cerveza en soledad. La
cerveza estaba buena y por un rato largo seguí pidiendo ronda tras ronda. No
podía verse el sol desde adentro del bar. No me importaba mucho. Pronto llegaría
el ocaso para todos nosotros.
De repente, una voz fuerte y varonil pidió con un grito que
alguien tuviera la delicadeza de pararse y prender el televisor, que el partido
estaba por arrancar. A mí me importaba poco si el partido estaba por arrancar. Jugaba
nuestra selección contra alguien. Tenía cosas más importantes en las que
ocuparme. Por el parlantito defectuoso del televisor, el comentarista en
español pidió que nos parásemos, que pongamos la mano en el corazón y entonemos
con orgullo las estrofas de nuestro himno nacional.
No me paré. El asiento se sentía bien. Algunos borrachos se
pararon como pudieron y empezaron a cantar. Se oían como si alguien hubiera
metido gatos moribundos en una bolsa y esa bolsa fuera apaleada contra una
cerca electrificada. El mozo también canturreaba.
- Eu, vos.
- …
- Sí, vos, ¿por qué carajo no estás parado
cantando? ¿Dónde está tu honor?
No contesté. Contestar siempre era sinónimo de provocar.
- ¿Estás enfermo que no podés pararte?
Sentí que alguien se paraba y se acercaba. Los ojos del mozo
se movían hacia mí. Seguí callado. No estaba para eso. A veces no sucede. Se
pierde la magia. Por alguna razón, volví a pensar en el médico.
- Si, a vos – me dijo el borracho y apoyó una
mano sobre mi hombro, tratando de darme la vuelta-. A vos te estoy hablando,
viejo de mierda.
Me di la vuelta y lo vi de reojo. Era notablemente más joven
que yo, más fortachón y corpulento. Parecía una de esas personas que siempre
necesita demostrar algo a viva voz, ya sea por ego, miedo o simple vanidad.
Siempre odié a esa calaña en particular porque yo solía ser así y nunca había
cambiado enteramente de piel.
Seguí callado, tomando y esperando. Otra opción no tenía.
- ¡Bueno, bueno! ¡Parece que tenemos a un viejo
maricón en nuestro bar! ¿Lo sos? ¿Eh? ¿Lo sos? De seguro que te tocás mirando
pornografía de chicos, enfermo.
Mientras seguía insultándome, me picaba con un dedo en la
espalda. Era un poco molesto. El mozo nos miraba y limpiaba la barra en
silencio.
- ¿Es que no tenés respeto por tu bandera? ¿Y por
tu patria? ¡El himno siempre se canta! ¡Yo no perdí una pierna en la guerra por
personas como vos!
Por un rato siguió buscándome hasta que se cansó y volvió
cojeando a sentarse. Las demás personas del bar estaban de su lado. Luego se
olvidaron del asunto.
Seguí con lo mío, con la cerveza y la autodestrucción.
- Vi lo que hiciste, sos muy hombre, ¿sabes?
- Gracias – dije mientras me daba vuelta y me
encontraba de pronto teniendo una conversación con la prostituta-. Nunca me
gustó pelear porque sí.
- Pero te has peleado alguna que otra vez, ¿no?
Se te nota en las marcas que tenés en la cara y en las manos.
- Es por mi trabajo.
- ¡Mmmm! ¡Qué delicia! ¡Me encantan los hombres
con cicatrices!
- Tengo algunas.
- A ver, a ver… - decía, tratando de levantarme
la camisa.
- No me molestes.
- ¡Qué mal humor tenés, tarado! ¡Ni que fueras
hermoso!
- Lo sé.
- ¡Apuesto a que sin camisa debes estar fofo y
arrugado, y lleno de pus! ¡Sí! ¡Eso! ¡Sos un gordo viejo y feo y lleno de pus!
Seguro tenés el nombre de tu ex mujer tatuado en el pecho, y ella te dejó, ¿no?
Porque sos de esos, no tengo duda. Yo leo a gente, ¿sabes?, conozco a la gente,
interactúo con ellos todo el día, ¡y vos sos un viejo amargado sin razón! ¡Ni
pija debés tener!
- Sos toda una vidente, en verdad. Ahora decime,
¿qué necesitás?
Hubo un momento de silencio.
- …
- …
- 50 pesos y te la chupo en el baño, 200 pesos
más el taxi de vuelta y me quedo con vos toda la noche.
- La noche es larga…
- Lo sé.
- No me interesa, gracias.
- Te haría pasar un buen rato.
- Eso es imposible.
- Dale, necesito la plata…
- Si necesitás plata, buscá trabajo.
- ¡¿Y qué carajo te pensás que hago acá?!
¡Pelotudo! ¡Me dejo coger todas noches por mierdas podridas como vos para
mantener a mi hija!
- Claro.
La prostituta empezó a subirle el tono a la charla y de
repente sus aullidos eran tan fuertes que hacían temblar a sus pechos flácidos.
Le faltaba un taco y tenía la nariz tan empolvada como las encías y el cerebro.
Estaba semi-parada al lado mío, gritándome como si el sustento de su hija
ficticia dependiera de ello.
- Está bien, está bien, no tengo una hija, eso lo
inventé, detective. ¿Contento?
- No. No me importa demasiado.
- ¿Y entonces?
- ¿Entonces qué?
- ¿Te la chupo o nos vamos?
- Perdonáme, no puedo hacerlo.
- ¿Por qué?
- Porque no, basta.
- ¿No te parezco linda?
- No, pero no es por eso que no puedo hacerlo.
- ¡Entonces dame algún billete, no seas rata! Si
no querés cogerme por lo menos dame una alegría.
- Tampoco puedo, no me queda mucha plata y necesito
seguir tomando un rato más, tengo que hacer tiempo.
- ¡Ah, bueno! ¡Sos un hijo de puta con todas las
letras! ¡Hay que compartir con el prójimo!
- ¿Con el qué?
- ¡Con el prójimo! ¿Nunca leíste la Biblia?
- Sí. Es linda.
- ¿Qué?
- Que es linda, divertida. Me la recomendó un
médico.
- ¡¿Qué?!
- Nada, nada. Mirá, acá tenés un billete de cinco
pesos, ¿lo querés? Tomá. Listo. Ahora te pido por favor que me dejes tranquilo.
- ¡Ah, bueno! – dijo -. ¡¡Ah, bueno!! ¡Este viejo
rata no para de sorprenderme! ¡No cogés, ni cagás, ni cantás! ¡Andate a la
mierda!, – gritaba cada vez más fuerte mientras me picaba con el dedo en el
pecho-, ¡¡Andate a la mierrrda!!
El borracho que antes me había insultado y picado la espalda
con el dedo se paró, eructó y comenzó a acercarse hacia nosotros. La mesa
goteaba de un lado. Nadie se mosqueó.
- ¡¿Y ahora qué?!
- Este viejo…- dijo la prostituta tratando de
calmarse-. Este viejo… es un problema, te digo, es un problema. Yo leo a la
gente, ¿sabes? Alguien una vez me dijo que yo era toda una vidente. Y te veo a
vos…– miró al borracho de manera tierna y le tocó la mejilla-: …te veo a vos y
noto que sufriste en tu vida, que no fue fácil con las oportunidades que
tuviste. Pero este viejo rata lo tuvo todo y él decidió perderlo. ¿Te dije que
su mujer lo dejó? ¡Es un cobarde!
El borracho hizo equilibrio con su pata de mentira y se dejó
caer en la banqueta, respirando pausada y profundamente. Por un instante sus
emociones flaquearon. Cuando el instante terminó, su mirada y su aliento se
posaron sobre mí.
- No sos bienvenido en este bar, todos en esta
ciudad sabemos lo que hiciste.
- ¿Sabemos qué? ¡¿Sabemos qué?! – gritaba la
prostituta.
- Lo sabemos… - dijo el borracho de manera más
tenebrosa.
- Te felicito – dije.
- …
- …
- …
- ¿Qué? ¡Dale, no se queden callados! ¡¿Sabemos
qué?!
- …
- Todavía no me dijiste por qué carajo no te
paraste a cantar el himno, viejo rata…
Al momento tenía dos opciones. Mejor dicho tenía tres
opciones, pero una de ellas era improbable. No digo que fuera imposible, pero
era improbable. Y lo sabía.
Opté por la nada misma.
Me disculpé cobardemente por todo, puse unos billetes debajo
de la botella, me paré y me fui. Nunca más iba a volver. El tiempo se había
agotado para mí.
Caminé y caminé de regreso al hotel, entré a la habitación y
me senté a los pies de la cama, encendí el cigarrillo que me quedaba y
tocándome el pecho tatuado seguí esperando a la muerte y a ese llamado que,
claro, eran básicamente lo mismo. Por la radio se escuchaba la repetición de la
pelea estelar.