Acá tienen una historia extraña[1].
Era una mañana muy parecida a muchas mañanas anteriores, pero con dos
diferencias fundamentales. Una, no me encontraba en mi ciudad, y dos, sentía
que algo estaba por pasar. Ese algo…
esa especie de electricidad en las tripas, no sabía lo que era ni lo que
significaba, pero lo sentía como un relámpago, y no era ni bueno ni malo, pero
el hecho de sentirlo había hecho de mi mañana una mañana particular. Hacía frío
por las calles cuando salí de mi habitación, era todavía muy temprano, pero
dentro de mi perspectiva, el sol brillaba y casi no había niebla. San Francisco
había sido una buena elección y no lo lamentaba para nada.
La gente caminaba tranquila a su propio ritmo frenético por las calles,
algo muy característico de la bahía. Repito que algo pasaba pero no me salía
explicarlo. La música tapaba en parte mis pensamientos más profundos, así que
por un rato decidí bloquearlos intencionalmente para darme un respiro ante
tanto pensamiento rabioso. Me despabilé. Subí el volumen al máximo y me dediqué
a la ambivalencia con placer por algunas cuadras mientras sonaba en los
auriculares un poco de death metal. Seguí caminando, sintiéndome impávido, y
cuando entré a la cafetería todo se fue a la mierda.
El reloj me
miró y eran las ocho en punto de la mañana. Las agujas dividían el tiempo en porciones.
No había mucha gente en la cafetería, tal vez cuatro o cinco personas. Pedí un
café negro doble, busqué azúcar y me senté en una de las banquetas que daba a
Market Street para espiar el inicio de la semana por la ventana mientras leía
mi libro de turno[2]. Cada vez que levantaba la
mirada no reparaba en los rostros, solo me concentraba en el movimiento, en el
fluir incesante de cabezas que iban en ambas direcciones. De repente algo llamó
mi atención: una camioneta GMC negra aceleró para llegar a pasar con el
semáforo en verde y atropelló a una persona que iba en bicicleta. Mi primer
impulso fue gritar, pero no me salió. Me quedé callado, asombrado con lo que
había visto[3]. Las personas de la
cafetería salieron a ver qué había pasado y algunos curiosos comenzaron a sacar
fotos con sus teléfonos. Para cuando llegó la ambulancia, el único médico que
había entre la gente amontonada decía que el ciclista estaba muerto. Pasó un
camión de bomberos por el lugar del accidente. No frenó. Cinco minutos después
volví a la cafetería temblando en corcheas y sin entender si lo que había
sucedido formaba parte de eso que
sentía que iba a suceder. No me había pasado a mí, y me debatía sobre si haber
sentido algo raro era una señal de que tal vez lo podría haber evitado. El
pensamiento rabioso volvía a aparecer. Terminé el café y pedí otro para llevar.
Salí de la cafetería y ya habían limpiado la mancha de sangre de la avenida. La
semana había comenzado.
Ni bien retomé la marcha, traté de calmarme respirando pausadamente y
concediéndome más placebo. Puse otro disco, no recuerdo cuál, y continué mi
camino sin sentido por Market Street hasta el inicio de Embarcadero, doblé
triste hacia la izquierda y seguí caminando porque no tenía otra cosa para
hacer.
A partir de este momento la historia cambia, se reinventa. No lo había señalado
anteriormente ya que todavía no era necesario ni relevante para que los hechos
se sucedan, pero llegado a este punto, me siento casi obligado a ajustar el
relato para adecuar algunos detalles y referencias que van a empezar a entran
en juego posteriormente. Aquella mañana tan particular, de la cual ya había
evidenciado ciertas cosas relativas a los impulsos corporales, tenía puesta una
remera negra con la cara de Picasso en el centro y una frase cerca de la línea
de la cintura[4]. Era
una remera que había conseguido un tiempo atrás en un local de Mar del Plata y
que usaba regularmente por la comodidad que me generaba. Nada del otro mundo si
consideramos que podría haber usado cualquiera de las otras remeras que tenía a
mi disposición en el viaje, pero como la había usado para dormir la noche
anterior y no me había bañado, no veía motivo para cambiarla. La usé, y gracias
a ella, la historia sigue en el próximo párrafo.
Luego de caminar cerca de una hora por Embarcadero llegué a North
Beach. Ya se notaba el calor en el pavimento y el afluente de turistas cerca
del famoso Pier 39[5].
Seguí de largo a paso apurado por Jefferson Street y unos minutos después,
cuando la calle terminó, ya me encontraba dentro del Aquatic Park con su vista
abierta a la imponente isla de Alcatraz. Había sido una mañana extraña y el
mediodía estaba a la vuelta de la esquina, así que me tiré en el pasto a seguir
leyendo para hacer tiempo e ir a buscar algo para comer a Michaelis[6].
Estaba inmerso en poesía sucia y hermosa cuando sentí que una persona se
abalanzaba cerca de mí. Los rayos de sol no me dejaban apreciar más que la
silueta de alguien que ahora estaba a unos pocos metros de distancia, sentado y
mirándome con una sonrisa entre labios. Achiné un poco los ojos y traté de
hacer foco con la mirada. Era un hombre de contextura robusta, de unos treinta
o treinta y cinco años de edad, vestido con unas bermudas verdes con bolsillos
en los costados, zapatillas New Balance castigadas, medias blancas hasta la
mitad de las pantorrillas, anteojos redondos a lo Lennon y un pañuelo color crema sobre la cabeza. Parecía
amigable pero yo no lo era y nunca lo había sido, menos con extraños y mucho
menos en ciudades ajenas y después de lo que había ocurrido horas antes. Ya no
sentía esa electricidad en las tripas, el relámpago se había desvanecido y solo
me quedaba un poco de hambre y una desolación perfectamente controlada a través
del arte escrito en absoluta calma.
Seguí leyendo. No me importaba.
O tal vez sí, pero el accidente había modificado una parte de mi percepción de
manera temporal y no quería hacer otra cosa que lo que yo deseara, y como
deseaba estar tranquilo y no ser molestado, no reparé en nada ni nadie por un
rato.
El rato pasó y esta persona seguía sentada cerca, muy cerca. No había
forma de evitar su mirada cada vez que algo se retorcía dentro del libro y me
obligaba a apartar la atención de las palabras. Estaba sentado en el pasto,
igual que yo, como esperando su turno para entrar en escena. Finalmente lo
hizo. Se paró, dio unos pasos torpes y se sentó a mi lado.
Lo primero que hizo fue presentarse. Dijo que su nombre era David y que
era de Nueva York. Parecía nervioso. Yo le devolví el gesto con moderada
empatía.
-
Te vi caminando hace un rato cerca de Leavenworth,
estaba comiendo una hamburguesa y noté tu remera pero no pude leer lo que decía
la frase, ¿te molesta?
-
No, para nada – dije.
Estiré mi remera
hacia abajo.
-
¿Crees en eso?
-
Creo que sí, pero depende del tipo de arte que
estemos hablando, ¿verdad?
-
Verdad.
Si la charla
hubiera terminado en aquel momento, luego de cumplir su deseo de leer la frase
de mi remera, me hubiera sentido bien, pero no fue así. Hice una mueca con mis
labios parecida a una risita pueril y volví a la lectura por unos instantes,
tratando de concentrarme en el pájaro azul de la página 120 del libro, pero
algo en mi interior nuevamente apareció[7].
Por las dudas, y sabiendo lo mucho que me había arrepentido en situaciones similares
en el pasado, decidí cerrar el libro y le convidé un chicle de menta.
-
Gracias, Juan.
-
Bueno, ¿y que te trae a San Francisco? –
pregunté.
-
Ayer fue mi cumpleaños.
-
Feliz cumpleaños entonces.
-
Sí, gracias.
-
¿Viniste solo a la ciudad?
-
Sí, necesitaba hacerlo[8].
-
Todos necesitamos hacerlo de vez en cuando. Yo
también vine solo.
-
Y sos escritor, ¿no?
La pregunta me
descolocó un poco.
-
Me considero un lector ávido al que le gusta
escribir algunas idioteces cuando tengo tiempo. Me daría miedo llamarme a mí
mismo escritor.
-
¿Por qué?
-
Porque engloba demasiados conceptos paralelos.
No todo el que escribe es escritor. Tocar la guitarra no te transforma en
guitarrista y tener plumas no te convierte en gallina.
-
Entiendo perfectamente tu punto.
Durante unos
minutos, la charla tocó cuestiones más o menos parecidas. David preguntaba
tímidamente y yo me limitaba a contestar en ambiguos cargados de verdades
personales. Tal vez porque dentro de mi postura me resultaba extraño que una
persona cualquiera se interesara en mí era que había bajado un poco la guardia
y mostraba mis partes frágiles. Total, existía una posibilidad muy fuerte de
que no nos volviéramos a ver.
-
Bueno, ya te molesté demasiado…- dijo David
encogiéndose de hombros.
-
No lo hiciste.
-
No importa, tengo que irme, tengo que seguir
camino.
-
Bueno.
-
Si no tuvieras puesta esa remera, tal vez nunca
me hubiese acercado…
-
Entonces estoy muy contento de no haberme bañado
esta mañana.
Le di la mano
cálidamente. Durante ese instante sentí su piel cargada de energía, como si su
palma fuese electricidad pura y cada dedo un rayo de distinta intensidad. Se
paró y se fue caminando en dirección al Museo Marítimo y lo perdí de vista
luego de que un mar de gente me confundiera a la distancia cuando ya estaba
cerca de Van Ness Avenue. Luego de ese encuentro fui a comer y unos días
después, enmarañado de cosas, volví a mi ciudad.
El tiempo pasó,
unos dos o tres meses.
Tal vez cuatro.
Estaba con mi
novia en un local de películas copiadas buscando qué ver esa noche de jueves.
Como siempre, yo buscaba algo que me motive y ella algo que la divierta.
Revolviendo las pilas de discos piratas, investigando los anaqueles de thrillers,
suspenso, comedia, documentales y demás, Gala se sintió atraída por una
película en particular que recién había sido estrenada en los cines. La
predilección por lo nuevo era algo que siempre la había caracterizado. La
película se llamaba “The end of the tour” y era protagonizada por Jesse
Einsenberg y Jason Segel. Cuando me mostró la portada me sentí cautivado, y
cuando vi los actores principales y el dueño del local nos contó que era sobre
un escritor que no conocía, no hubo mucho más que pensar. Pagamos, subimos al
auto y nos escabullimos a casa.
Vimos la película.
Trataba sobre el encuentro en 1996 entre el periodista David Lipsky de la
revista Rolling Stone y David Foster Wallace, escritor norteamericano de 34 años
y responsable de “La broma infinita”, novela que lo había catapultado a la fama
mundial. La película en sí no brillaba mucho pero eso no era lo importante. Mi
atención se había centrado enteramente en el personaje interpretado por Jason
Segel y en su vestimenta. Usaba una bandana en la cabeza en casi todas las
escenas y llevaba unos anteojos redondos que me hacían acordar a alguien. Tardé
un tiempo en entrar en razón y atar ciertos cabos, y pasaron unos días hasta
que finalmente me puse a investigar quien era.
La primera foto
que vi fueron como mil patadas de asombro en la cabeza.
Instantáneamente,
como un impulso involuntario salido de mis extremidades -y mientras empezaba a gotear
como si estuviera en un sauna turco con diez camperas puestas- abrí YouTube y
escribí DAVIDD FOSSSTE WALLACEEE con una urgencia inusitada en mi persona. Lo
primero que apareció fue una entrevista realizada el 27 de marzo de 1997 por
Charlie Rose, un periodista que yo desconocía pero que en teoría era gran cosa.
Y ahí estaba él, con su bandana y sus anteojos, su camisa blanca y su corbata
bordó, lleno de tristeza e ingenio, tratando de hacer un esfuerzo sobrehumano
para adecuar sus palabras y pensamiento a su torrente incontrolable de ideas.
La pantalla me absorbió como en una trama de ciencia ficción. Treinta y dos
minutos y treinta nueve segundos después, me volví loco.
Comencé entonces a
juntar toda la información disponible de mi nuevo descubrimiento de manera violenta.
Gala no era ajena a mi comportamiento compulsivo pero admito que se asustó
durante algunas semanas al verme transpirar de esa manera y, en teoría, sin
razón. Fui a todas las librerías de la ciudad y salí de muchas de ellas
decepcionado porque ni siquiera sabían de quien estaba hablando. “¿Foster qué?”
era la respuesta más común[9].
No me desalenté. Pedí algunas copias usadas por Internet. Descargué cuentos,
ensayos, frases, párrafos, pensamientos, todo lo que pudiese encontrar, y los leí
durante meses con la angustia de alguien que llega tarde a los fuegos
artificiales y solo siente el olor a pólvora en el aire. O peor, la angustia de
alguien que tuvo en su mano el encendedor para prenderlos justo antes de que la
tormenta irrumpiera en el cielo.
Leer a Wallace es
una experiencia poderosa e inaudita, agotadora, intensa y entretenida. Todos
sus libros son de una complejidad diabólica, retorcidos, repletos de juegos,
acertijos y brillantez, y al mismo tiempo, son capaces de analizar crudamente
la realidad mediante una pluma áspera y desoladora. Basta leer algunas líneas
para darse cuenta que estamos frente a un autor enfermo y genial, atormentado
por una autoexigencia imposible de soportar para su débil estructura
psicológica, una persona que en público hacía esfuerzos por resultar encantador
pero que en privado se castigaba por su extrema necesidad de atención.
Heredero de la
tradición posmoderna de los años 50 y 60, primero tomó notas bajo esa sombra
instructiva y luego se desvió, rechazó sus preceptos para acercarse más a una
literatura “sanadora” para curar sus heridas, se volvió un tanto más moralista
pero sin perder en ningún momento el potencial formal, quirúrgico y visionario.
Esa fue una de sus luchas fundamentales, tratar de recuperar el sentido más
idealista de la literatura sin renunciar a su esencia iconoclasta y
experimental.
“El mundo en el que vivo consiste en 250
publicidades diarias y un número indefinido de opciones de entretenimiento, la
mayor parte de las cuales están subsidiadas por corporaciones que intentan
venderme algo”, declaró en algún momento Wallace. Fanático acérrimo de la Coca
Cola, la comida chatarra y Los Expedientes Secretos X, pocas veces, sino solo
una, Estados Unidos ha producido un autor de semejante talla, tan sumido en la
idiosincrasia de su civilización y sin embargo tan crítico y brutalmente sincero
al razonar sobre ella. Una persona llena de conflictos que hablaba desde el
corazón mismo del propio capitalismo, desde adentro[10],
a otros como él, parecidos, no tan afectados ni tan lúcidos ni superdotados
pero sí tocados, irradiados por la onda expansiva de la cultura norteamericana
si la entendemos como un sumario de la era tecnológica y de un progreso tan
restrictivo como una bala sin dirección ni sentido.
Es extraño como
uno llega a distintos autores en diferentes momentos o etapas. Lo normal es que
se presenten por medio de alguna recomendación, como estoy haciendo ahora, pero
lo más especial es cuando simplemente aparecen sin haberlos buscado. Así fue
para mí. He tenido la suerte de encontrarme innumerables veces en sueños con Hunter
Thompson, he compartido cervezas y pintas de whisky con Bukowski y su
pastelito, le he convidado cigarrillos liados a Carver y una vez lo vi
caminando a mi querido Ernest por aquel encanto de callejuela que es la rue
Mouffetard. Mi encuentro con David no fue un sueño, fue real y a la vez irreal,
estaba despierto aunque me deslizaba como un sonámbulo por esta suerte de
realidad fragmentada que para algunos de nosotros es la vida. Pensándolo en
retrospectiva tal vez no estaba preparado en aquel momento para tanta
intensidad.
Ahora pasaron más
de dos años de aquel encuentro, y en pocos días se cumple un nuevo aniversario
de su suicidio. Estoy vivo y aunque siento una profunda tristeza por todo lo
sucedido aquel día, ahora esta historia deja de pertenecerme. Alguien que no fui yo dijo que es necesario que
los finales sean fuertes, que te dejen algo más allá de las palabras leídas.
Nunca fui bueno haciéndolo. Por eso, qué mejor que volver al inicio parafraseando
al responsable de todo esto para ver si existe algún significado[11].
Nos vemos.
[1] Un
comienzo así tal vez sea atractivo pero de ninguna manera lo considero fácil de
abordar. Pareciera ser que, en la actualidad, los artículos literarios
responden casi exclusivamente a una lógica de mercado, situando al lector en el
papel de consumidor pasivo y dejando de lado cuestiones fundamentales. Me
resulta difícil, sino imposible, contar una historia o escribir una reseña sin
ahondar en cuestiones de referencia, las cuales creo que son las que hacen que
algo resulte interesante, ameno, cautivador. Mi intención es que lean, claro, y
por esa razón es que decidí arbitrariamente comenzar resaltando que ésta
es, sin lugar a dudas, una historia extraña, porque ciertamente lo es, aunque
también exista algo intrínseco y oculto entre líneas: si se logra dilucidar el
porqué de esa primera frase más allá de la explicación, y si las primeras
líneas de esta nota al pie resuenan en algún recoveco de tu ser, es que vamos
por el buen camino, o al menos, en uno con significado.
[2]
Días atrás había comprado “The last night of the Earth Poems” de Charles
Bukowski y lo estaba leyendo por segunda vez. “Libro de turno” puede sonar
despectivo en algunos círculos pero en este contexto es meramente un añadido
necesario para que el relato no se trunque.
[3]
Algo de ese suceso todavía se encuentra alojado en mi retina, lo cual lamento
profundamente. En mi mente quedó construida la secuencia del accidente como una
especie de storyboard que en
ocasiones aparece frente a mis ojos con una claridad desconcertante. Fue la
primera y, hasta ahora, única vez que vi algo de semejantes proporciones, donde
la condición humana perdió toda la humanidad que le quedaba al fugarse con
total impunidad.
[4] “Art is a lie that make us realize truth”.
[5] No
voy a emitir un juicio de valor acerca de este lugar y su fisonomía porque no
viene al caso, sólo quiero resaltar el olor a cangrejo quemado, el ruido
constante de artistas callejeros sin talento y la increíble cantidad de oferta
de remeras, anteojos y chucherías por toda la zona.
[6]
Voy a emitir un juicio de valor acerca de este lugar y su fisonomía porque se
lo merece, ya que fue en este lugar donde comí los sandwichs más ricos de toda
la ciudad. No sólo quienes atendían eran personas cálidas y amables, sino que
estaban predispuestos a ayudarte si estabas perdido, a cobrarte menos si estabas
corto de plata y hasta darte consejos sobre lo que preguntaras, desde si
añadirle queso americano o provolone a tu Corned
Beef Sandwich o si Dios existía y cuál era el lugar del ser humano en el
mundo. 901 North Point Street y la esquina de Larkin. De nada.
[7]
Pareciera ser un cliché en situaciones similares donde a uno se le presenta la
oportunidad de profundizar sobre algo o simplemente dejarlo pasar que no sabe
realmente qué hacer. Yo sí que lo sabía, repito, no quería ser molestado,
quería estar tranquilo con el sol como único confidente, pero algo en él me
generaba una cercanía que obviamente no entendía ni sabía de donde podía llegar
a venir.
[8]
Respuestas así siempre dejan un
pequeño margen para que la otra persona especule las razones, o al menos, los
motivos de porqué alguien llega a contestar una pregunta relativamente sencilla
y directa de manera abierta. De todos los escenarios posibles, David había
optado por responder en tono enigmático, enclaustrando sus palabras dentro de
un contexto de imperiosa necesidad humana. Lo noté, claro, pero como yo hacía
lo mismo cuando quería que la charla se desviara hacia mi propio campo, no
profundicé.
[10]
Desde él mismo.
[11]
“Eso de que la verdad es más
extraña que la ficción es un mito. En realidad son igual de extrañas las dos.
Las cosas más extrañas tienden a suceder”.