martes, 28 de noviembre de 2017

Mi encuentro con David Foster Wallace

Acá tienen una historia extraña[1].
Era una mañana muy parecida a muchas mañanas anteriores, pero con dos diferencias fundamentales. Una, no me encontraba en mi ciudad, y dos, sentía que algo estaba por pasar. Ese algo… esa especie de electricidad en las tripas, no sabía lo que era ni lo que significaba, pero lo sentía como un relámpago, y no era ni bueno ni malo, pero el hecho de sentirlo había hecho de mi mañana una mañana particular. Hacía frío por las calles cuando salí de mi habitación, era todavía muy temprano, pero dentro de mi perspectiva, el sol brillaba y casi no había niebla. San Francisco había sido una buena elección y no lo lamentaba para nada.  
La gente caminaba tranquila a su propio ritmo frenético por las calles, algo muy característico de la bahía. Repito que algo pasaba pero no me salía explicarlo. La música tapaba en parte mis pensamientos más profundos, así que por un rato decidí bloquearlos intencionalmente para darme un respiro ante tanto pensamiento rabioso. Me despabilé. Subí el volumen al máximo y me dediqué a la ambivalencia con placer por algunas cuadras mientras sonaba en los auriculares un poco de death metal. Seguí caminando, sintiéndome impávido, y cuando entré a la cafetería todo se fue a la mierda. 
El reloj me miró y eran las ocho en punto de la mañana. Las agujas dividían el tiempo en porciones. No había mucha gente en la cafetería, tal vez cuatro o cinco personas. Pedí un café negro doble, busqué azúcar y me senté en una de las banquetas que daba a Market Street para espiar el inicio de la semana por la ventana mientras leía mi libro de turno[2]. Cada vez que levantaba la mirada no reparaba en los rostros, solo me concentraba en el movimiento, en el fluir incesante de cabezas que iban en ambas direcciones. De repente algo llamó mi atención: una camioneta GMC negra aceleró para llegar a pasar con el semáforo en verde y atropelló a una persona que iba en bicicleta. Mi primer impulso fue gritar, pero no me salió. Me quedé callado, asombrado con lo que había visto[3]. Las personas de la cafetería salieron a ver qué había pasado y algunos curiosos comenzaron a sacar fotos con sus teléfonos. Para cuando llegó la ambulancia, el único médico que había entre la gente amontonada decía que el ciclista estaba muerto. Pasó un camión de bomberos por el lugar del accidente. No frenó. Cinco minutos después volví a la cafetería temblando en corcheas y sin entender si lo que había sucedido formaba parte de eso que sentía que iba a suceder. No me había pasado a mí, y me debatía sobre si haber sentido algo raro era una señal de que tal vez lo podría haber evitado. El pensamiento rabioso volvía a aparecer. Terminé el café y pedí otro para llevar. Salí de la cafetería y ya habían limpiado la mancha de sangre de la avenida. La semana había comenzado.
Ni bien retomé la marcha, traté de calmarme respirando pausadamente y concediéndome más placebo. Puse otro disco, no recuerdo cuál, y continué mi camino sin sentido por Market Street hasta el inicio de Embarcadero, doblé triste hacia la izquierda y seguí caminando porque no tenía otra cosa para hacer.
A partir de este momento la historia cambia, se reinventa. No lo había señalado anteriormente ya que todavía no era necesario ni relevante para que los hechos se sucedan, pero llegado a este punto, me siento casi obligado a ajustar el relato para adecuar algunos detalles y referencias que van a empezar a entran en juego posteriormente. Aquella mañana tan particular, de la cual ya había evidenciado ciertas cosas relativas a los impulsos corporales, tenía puesta una remera negra con la cara de Picasso en el centro y una frase cerca de la línea de la cintura[4]. Era una remera que había conseguido un tiempo atrás en un local de Mar del Plata y que usaba regularmente por la comodidad que me generaba. Nada del otro mundo si consideramos que podría haber usado cualquiera de las otras remeras que tenía a mi disposición en el viaje, pero como la había usado para dormir la noche anterior y no me había bañado, no veía motivo para cambiarla. La usé, y gracias a ella, la historia sigue en el próximo párrafo.
Luego de caminar cerca de una hora por Embarcadero llegué a North Beach. Ya se notaba el calor en el pavimento y el afluente de turistas cerca del famoso Pier 39[5]. Seguí de largo a paso apurado por Jefferson Street y unos minutos después, cuando la calle terminó, ya me encontraba dentro del Aquatic Park con su vista abierta a la imponente isla de Alcatraz. Había sido una mañana extraña y el mediodía estaba a la vuelta de la esquina, así que me tiré en el pasto a seguir leyendo para hacer tiempo e ir a buscar algo para comer a Michaelis[6]. Estaba inmerso en poesía sucia y hermosa cuando sentí que una persona se abalanzaba cerca de mí. Los rayos de sol no me dejaban apreciar más que la silueta de alguien que ahora estaba a unos pocos metros de distancia, sentado y mirándome con una sonrisa entre labios. Achiné un poco los ojos y traté de hacer foco con la mirada. Era un hombre de contextura robusta, de unos treinta o treinta y cinco años de edad, vestido con unas bermudas verdes con bolsillos en los costados, zapatillas New Balance castigadas, medias blancas hasta la mitad de las pantorrillas, anteojos redondos a lo Lennon y un pañuelo color crema sobre la cabeza. Parecía amigable pero yo no lo era y nunca lo había sido, menos con extraños y mucho menos en ciudades ajenas y después de lo que había ocurrido horas antes. Ya no sentía esa electricidad en las tripas, el relámpago se había desvanecido y solo me quedaba un poco de hambre y una desolación perfectamente controlada a través del arte escrito en absoluta calma.
 Seguí leyendo. No me importaba. O tal vez sí, pero el accidente había modificado una parte de mi percepción de manera temporal y no quería hacer otra cosa que lo que yo deseara, y como deseaba estar tranquilo y no ser molestado, no reparé en nada ni nadie por un rato.
El rato pasó y esta persona seguía sentada cerca, muy cerca. No había forma de evitar su mirada cada vez que algo se retorcía dentro del libro y me obligaba a apartar la atención de las palabras. Estaba sentado en el pasto, igual que yo, como esperando su turno para entrar en escena. Finalmente lo hizo. Se paró, dio unos pasos torpes y se sentó a mi lado.
Lo primero que hizo fue presentarse. Dijo que su nombre era David y que era de Nueva York. Parecía nervioso. Yo le devolví el gesto con moderada empatía.
-              Te vi caminando hace un rato cerca de Leavenworth, estaba comiendo una hamburguesa y noté tu remera pero no pude leer lo que decía la frase, ¿te molesta?
-              No, para nada – dije.
Estiré mi remera hacia abajo.
-              ¿Crees en eso?
-              Creo que sí, pero depende del tipo de arte que estemos hablando, ¿verdad?
-              Verdad.
Si la charla hubiera terminado en aquel momento, luego de cumplir su deseo de leer la frase de mi remera, me hubiera sentido bien, pero no fue así. Hice una mueca con mis labios parecida a una risita pueril y volví a la lectura por unos instantes, tratando de concentrarme en el pájaro azul de la página 120 del libro, pero algo en mi interior nuevamente apareció[7]. Por las dudas, y sabiendo lo mucho que me había arrepentido en situaciones similares en el pasado, decidí cerrar el libro y le convidé un chicle de menta.
-              Gracias, Juan.
-              Bueno, ¿y que te trae a San Francisco? – pregunté.
-              Ayer fue mi cumpleaños.
-              Feliz cumpleaños entonces.
-              Sí, gracias.
-              ¿Viniste solo a la ciudad?
-              Sí, necesitaba hacerlo[8].
-              Todos necesitamos hacerlo de vez en cuando. Yo también vine solo.
-              Y sos escritor, ¿no?
La pregunta me descolocó un poco.
-              Me considero un lector ávido al que le gusta escribir algunas idioteces cuando tengo tiempo. Me daría miedo llamarme a mí mismo escritor.
-              ¿Por qué?
-              Porque engloba demasiados conceptos paralelos. No todo el que escribe es escritor. Tocar la guitarra no te transforma en guitarrista y tener plumas no te convierte en gallina.
-              Entiendo perfectamente tu punto.
Durante unos minutos, la charla tocó cuestiones más o menos parecidas. David preguntaba tímidamente y yo me limitaba a contestar en ambiguos cargados de verdades personales. Tal vez porque dentro de mi postura me resultaba extraño que una persona cualquiera se interesara en mí era que había bajado un poco la guardia y mostraba mis partes frágiles. Total, existía una posibilidad muy fuerte de que no nos volviéramos a ver.
-              Bueno, ya te molesté demasiado…- dijo David encogiéndose de hombros.
-              No lo hiciste.
-              No importa, tengo que irme, tengo que seguir camino.
-              Bueno.
-              Si no tuvieras puesta esa remera, tal vez nunca me hubiese acercado…
-              Entonces estoy muy contento de no haberme bañado esta mañana.
Le di la mano cálidamente. Durante ese instante sentí su piel cargada de energía, como si su palma fuese electricidad pura y cada dedo un rayo de distinta intensidad. Se paró y se fue caminando en dirección al Museo Marítimo y lo perdí de vista luego de que un mar de gente me confundiera a la distancia cuando ya estaba cerca de Van Ness Avenue. Luego de ese encuentro fui a comer y unos días después, enmarañado de cosas, volví a mi ciudad.
El tiempo pasó, unos dos o tres meses.
Tal vez cuatro.
Estaba con mi novia en un local de películas copiadas buscando qué ver esa noche de jueves. Como siempre, yo buscaba algo que me motive y ella algo que la divierta. Revolviendo las pilas de discos piratas, investigando los anaqueles de thrillers, suspenso, comedia, documentales y demás, Gala se sintió atraída por una película en particular que recién había sido estrenada en los cines. La predilección por lo nuevo era algo que siempre la había caracterizado. La película se llamaba “The end of the tour” y era protagonizada por Jesse Einsenberg y Jason Segel. Cuando me mostró la portada me sentí cautivado, y cuando vi los actores principales y el dueño del local nos contó que era sobre un escritor que no conocía, no hubo mucho más que pensar. Pagamos, subimos al auto y nos escabullimos a casa.
Vimos la película. Trataba sobre el encuentro en 1996 entre el periodista David Lipsky de la revista Rolling Stone y David Foster Wallace, escritor norteamericano de 34 años y responsable de “La broma infinita”, novela que lo había catapultado a la fama mundial. La película en sí no brillaba mucho pero eso no era lo importante. Mi atención se había centrado enteramente en el personaje interpretado por Jason Segel y en su vestimenta. Usaba una bandana en la cabeza en casi todas las escenas y llevaba unos anteojos redondos que me hacían acordar a alguien. Tardé un tiempo en entrar en razón y atar ciertos cabos, y pasaron unos días hasta que finalmente me puse a investigar quien era.
La primera foto que vi fueron como mil patadas de asombro en la cabeza.
Instantáneamente, como un impulso involuntario salido de mis extremidades -y mientras empezaba a gotear como si estuviera en un sauna turco con diez camperas puestas- abrí YouTube y escribí DAVIDD FOSSSTE WALLACEEE con una urgencia inusitada en mi persona. Lo primero que apareció fue una entrevista realizada el 27 de marzo de 1997 por Charlie Rose, un periodista que yo desconocía pero que en teoría era gran cosa. Y ahí estaba él, con su bandana y sus anteojos, su camisa blanca y su corbata bordó, lleno de tristeza e ingenio, tratando de hacer un esfuerzo sobrehumano para adecuar sus palabras y pensamiento a su torrente incontrolable de ideas. La pantalla me absorbió como en una trama de ciencia ficción. Treinta y dos minutos y treinta nueve segundos después, me volví loco.
Comencé entonces a juntar toda la información disponible de mi nuevo descubrimiento de manera violenta. Gala no era ajena a mi comportamiento compulsivo pero admito que se asustó durante algunas semanas al verme transpirar de esa manera y, en teoría, sin razón. Fui a todas las librerías de la ciudad y salí de muchas de ellas decepcionado porque ni siquiera sabían de quien estaba hablando. “¿Foster qué?” era la respuesta más común[9]. No me desalenté. Pedí algunas copias usadas por Internet. Descargué cuentos, ensayos, frases, párrafos, pensamientos, todo lo que pudiese encontrar, y los leí durante meses con la angustia de alguien que llega tarde a los fuegos artificiales y solo siente el olor a pólvora en el aire. O peor, la angustia de alguien que tuvo en su mano el encendedor para prenderlos justo antes de que la tormenta irrumpiera en el cielo.
Leer a Wallace es una experiencia poderosa e inaudita, agotadora, intensa y entretenida. Todos sus libros son de una complejidad diabólica, retorcidos, repletos de juegos, acertijos y brillantez, y al mismo tiempo, son capaces de analizar crudamente la realidad mediante una pluma áspera y desoladora. Basta leer algunas líneas para darse cuenta que estamos frente a un autor enfermo y genial, atormentado por una autoexigencia imposible de soportar para su débil estructura psicológica, una persona que en público hacía esfuerzos por resultar encantador pero que en privado se castigaba por su extrema necesidad de atención.
Heredero de la tradición posmoderna de los años 50 y 60, primero tomó notas bajo esa sombra instructiva y luego se desvió, rechazó sus preceptos para acercarse más a una literatura “sanadora” para curar sus heridas, se volvió un tanto más moralista pero sin perder en ningún momento el potencial formal, quirúrgico y visionario. Esa fue una de sus luchas fundamentales, tratar de recuperar el sentido más idealista de la literatura sin renunciar a su esencia iconoclasta y experimental.
 “El mundo en el que vivo consiste en 250 publicidades diarias y un número indefinido de opciones de entretenimiento, la mayor parte de las cuales están subsidiadas por corporaciones que intentan venderme algo”, declaró en algún momento Wallace. Fanático acérrimo de la Coca Cola, la comida chatarra y Los Expedientes Secretos X, pocas veces, sino solo una, Estados Unidos ha producido un autor de semejante talla, tan sumido en la idiosincrasia de su civilización y sin embargo tan crítico y brutalmente sincero al razonar sobre ella. Una persona llena de conflictos que hablaba desde el corazón mismo del propio capitalismo, desde adentro[10], a otros como él, parecidos, no tan afectados ni tan lúcidos ni superdotados pero sí tocados, irradiados por la onda expansiva de la cultura norteamericana si la entendemos como un sumario de la era tecnológica y de un progreso tan restrictivo como una bala sin dirección ni sentido.
Es extraño como uno llega a distintos autores en diferentes momentos o etapas. Lo normal es que se presenten por medio de alguna recomendación, como estoy haciendo ahora, pero lo más especial es cuando simplemente aparecen sin haberlos buscado. Así fue para mí. He tenido la suerte de encontrarme innumerables veces en sueños con Hunter Thompson, he compartido cervezas y pintas de whisky con Bukowski y su pastelito, le he convidado cigarrillos liados a Carver y una vez lo vi caminando a mi querido Ernest por aquel encanto de callejuela que es la rue Mouffetard. Mi encuentro con David no fue un sueño, fue real y a la vez irreal, estaba despierto aunque me deslizaba como un sonámbulo por esta suerte de realidad fragmentada que para algunos de nosotros es la vida. Pensándolo en retrospectiva tal vez no estaba preparado en aquel momento para tanta intensidad.
Ahora pasaron más de dos años de aquel encuentro, y en pocos días se cumple un nuevo aniversario de su suicidio. Estoy vivo y aunque siento una profunda tristeza por todo lo sucedido aquel día, ahora esta historia deja de pertenecerme. Alguien que no fui yo dijo que es necesario que los finales sean fuertes, que te dejen algo más allá de las palabras leídas. Nunca fui bueno haciéndolo. Por eso, qué mejor que volver al inicio parafraseando al responsable de todo esto para ver si existe algún significado[11].
Nos vemos.




[1] Un comienzo así tal vez sea atractivo pero de ninguna manera lo considero fácil de abordar. Pareciera ser que, en la actualidad, los artículos literarios responden casi exclusivamente a una lógica de mercado, situando al lector en el papel de consumidor pasivo y dejando de lado cuestiones fundamentales. Me resulta difícil, sino imposible, contar una historia o escribir una reseña sin ahondar en cuestiones de referencia, las cuales creo que son las que hacen que algo resulte interesante, ameno, cautivador. Mi intención es que lean, claro, y por esa razón es que decidí arbitrariamente comenzar resaltando que ésta es, sin lugar a dudas, una historia extraña, porque ciertamente lo es, aunque también exista algo intrínseco y oculto entre líneas: si se logra dilucidar el porqué de esa primera frase más allá de la explicación, y si las primeras líneas de esta nota al pie resuenan en algún recoveco de tu ser, es que vamos por el buen camino, o al menos, en uno con significado.
[2] Días atrás había comprado “The last night of the Earth Poems” de Charles Bukowski y lo estaba leyendo por segunda vez. “Libro de turno” puede sonar despectivo en algunos círculos pero en este contexto es meramente un añadido necesario para que el relato no se trunque.
[3] Algo de ese suceso todavía se encuentra alojado en mi retina, lo cual lamento profundamente. En mi mente quedó construida la secuencia del accidente como una especie de storyboard que en ocasiones aparece frente a mis ojos con una claridad desconcertante. Fue la primera y, hasta ahora, única vez que vi algo de semejantes proporciones, donde la condición humana perdió toda la humanidad que le quedaba al fugarse con total impunidad.
[4] “Art is a lie that make us realize truth”.
[5] No voy a emitir un juicio de valor acerca de este lugar y su fisonomía porque no viene al caso, sólo quiero resaltar el olor a cangrejo quemado, el ruido constante de artistas callejeros sin talento y la increíble cantidad de oferta de remeras, anteojos y chucherías por toda la zona.
[6] Voy a emitir un juicio de valor acerca de este lugar y su fisonomía porque se lo merece, ya que fue en este lugar donde comí los sandwichs más ricos de toda la ciudad. No sólo quienes atendían eran personas cálidas y amables, sino que estaban predispuestos a ayudarte si estabas perdido, a cobrarte menos si estabas corto de plata y hasta darte consejos sobre lo que preguntaras, desde si añadirle queso americano o provolone a tu Corned Beef Sandwich o si Dios existía y cuál era el lugar del ser humano en el mundo. 901 North Point Street y la esquina de Larkin. De nada.
[7] Pareciera ser un cliché en situaciones similares donde a uno se le presenta la oportunidad de profundizar sobre algo o simplemente dejarlo pasar que no sabe realmente qué hacer. Yo sí que lo sabía, repito, no quería ser molestado, quería estar tranquilo con el sol como único confidente, pero algo en él me generaba una cercanía que obviamente no entendía ni sabía de donde podía llegar a venir.
[8] Respuestas así siempre dejan un pequeño margen para que la otra persona especule las razones, o al menos, los motivos de porqué alguien llega a contestar una pregunta relativamente sencilla y directa de manera abierta. De todos los escenarios posibles, David había optado por responder en tono enigmático, enclaustrando sus palabras dentro de un contexto de imperiosa necesidad humana. Lo noté, claro, pero como yo hacía lo mismo cuando quería que la charla se desviara hacia mi propio campo, no profundicé.
 [9] Muchas de las personas que trabajan en librerías desconocen el poder que tienen sobre los lectores, y he vivido en carne propia numerosas ocasiones de desconcierto al preguntar por ciertos autores. Sin pensarlo demasiado, tuve situaciones parecidas cuando he consultado por títulos de Kenzaburo Oé, Boris Vian, Hanif Kureishi, Malcolm Lowry y también, por más increíble que parezca, de Dylan Thomas.
[10] Desde él mismo.
[11]Eso de que la verdad es más extraña que la ficción es un mito. En realidad son igual de extrañas las dos. Las cosas más extrañas tienden a suceder”.