jueves, 2 de agosto de 2018

De Fantasmas, de amor y de otras cosas (primera parte)



Se dice que al morir una persona su energía se desprende del cuerpo para pasar a otro plano; sin embargo, si la persona deja algo pendiente en la vida, algo inconcluso, su energía queda atrapada en esta dimensión hasta que, de alguna manera, logre resolver aquello por lo cual no pudo trascender. La inmaterialidad propia de un fantasma se vuelve un impedimento para que éste logre comunicarse con los vivos, confinándolo en muchos casos, a penar eternamente. 
En realidad no sé por qué quería contarles esto. 
Mentira. 
Sí que lo sé. 
Miro el reloj y son las cinco, seis de la mañana. La última vez que pestañeé eran las tres. La avenida está vacía y sigue rota. No hay una gota de viento, ni autos pasando ni gente caminando. Nada parece tener suficiente vida como para emocionarme. Estoy escribiendo sobre eso, y sobre fantasmas.
Me paro. Me levanto. Camino un poco por el comedor. Recapitulo. Todas las historias de amor son historias de… algo. Todo es una broma infinita. Sigo parado. No encuentro la corbata adecuada. Me vuelvo a sentar.
¡La vida del escritor es una mierda! 
En mi cabeza, resuenan frases como: 
“Ella era una persona segura de sí misma con un increíble ojo para el detalle. Podía llegar a tener múltiples emociones, como si vivieran muchas personas dentro de ella a la misma vez. Le preocupaba mucho su apariencia y por la forma como el mundo la captaba, era sensible, dominante, narcisista, y el interior de su auto era un desastre total. Me gustaba. Tenía una personalidad autodestructiva y se volvía en contra de ella misma cuando las cosas se ponían realmente difíciles”.
Pensaba en esas frases y me decía a mí mismo: es ella, sin dudas ES ELLA. Pero también pensaba en lo que me había dicho antes de irse. No escribas sobre mí, ni se te ocurra, hijo de re mil puta. ¿Y sobre qué querés que escriba, sobre fantasmas? ¡Ya me ganó de antemano el muy turro! ¡Qué sé yo, tarado, pero de mí ni se te ocurra! ¡Ni de esto! Bueno, como quieras. ¿Cómo qué “como quieras”? ¡¡Te acabo de decir lo que quiero, pelotudo!! ¿Te podes ir, por favor? 
Es fácil volverte loco en un mundo con personas así. 
Mejor volvamos.
Estaba sentado en la mesa del comedor, lata de cerveza en mano, masticando algunas cuestiones en la cabeza y esperando a que todos se fueran. Había tenido una semana mala, un mes malo, y no me gustaba mucho recibir visitas inesperadas. Había pasado la tarde en la cama recuperándome de la noche anterior cuando el timbre sonó y algunos de mis amigos vinieron y de repente estaba vestido y rodeado de personas que conocía y otras que no. Supongo que nadie tenía mejores planes. Mi plan era simple, rimaba con Jameson, pero el tiempo pasaba y parecía haber cada vez más gente, más movimiento, más conversaciones sobre cosas que no entendía. Yo empezaba a sentirme cada vez peor y peor: necesitaba estar solo con mis propios pensamientos ajenos a todo ruido, y seguía tomando lata tras lata para intentar calmarme pero no me salía muy bien, me moría de a poquito, de manera poética. Rogaba que alguien se diera cuenta que se tenían que ir pero no lo hacían. Cada tanto alguien me saludaba. No sé por qué no se iban. Afuera llovía de a ratos. 
Una chica se sentó del lado opuesto de la mesa. Parecía cansada. Agarró un vaso usado y vació el contenido en otro vaso todavía más usado. No la conocía. Seguro había venido con alguna amiga de David. Se sirvió mucho fernet y poca Coca Cola. El hielo se había acabado pero no pareció importarle. Nunca había visto a esta chica en mi vida y sin embargo me parecía haberla visto en todos lados: pelo largo, brillante y desteñido en las puntas, ojos pintados, rubor en los pómulos, labios rojo carmín profundo, demasiado perfume, aros grandes -con plumas y cosas de colores-, y salpicada por todos lados de animal print. Era como la copia de una copia gastada. Por alguna razón estaba pendiente de su celular. Lo prendía y lo apagaba constantemente. Escribía algo y luego se quedaba esperando a que pase algo que parecía no suceder. Trinaba de furia pero apenas se le notaba, salvo en los ojos. No sonreía ni por asomo. 
- Qué lindo departamento…
- Gracias.
- …
- ¿Cómo te llamás? –pregunté.
- Victoria.
- Gracias, Victoria.
Victoria comenzó a dar vueltas por el comedor con los ojos y a investigar todo a su alrededor. Tenía la espalda descansando en el respaldo de la silla. Cada vez que apoyaba el vaso en la mesa, aprovechaba para servirse más fernet de a chorritos y trataba de enfocar la vista en la pantalla de su celular oscuro y sin vida. Y yo pensaba PARA QUE CARAJO TE SENTASTE QUERES HABLAR O SEGUIR CON EL TELEFONO SINO NO TE SIENTES Y LISTO pero no se lo decía. Qué se yo. Hacía treinta segundos que la conocía. 
- Te gusta leer, ¿no? –preguntó, y apoyó los codos sobre la mesa. 
- Sí
- ¿Y qué estás leyendo ahora?
- Ahora nada. Ayer terminé un libro de Palahniuk.
- ¿Quién?
- Chuck Palahniuk. ¿Viste “El club de la pelea”?
- Sí.
- Bueno, él escribió la novela en la que se basa la película.
- ¡Mira vos! No sabía…
- Me gustaría que hagan una película del libro que terminé de leer, pero no creo que pase –dije, como para arrancar a no aburrirme.
- ¿Cómo se llama?
- Condenada. 
- ¿Te gustó?
- Tiene sus momentos. 
- A mí también me gusta leer.
- ¿Ah, sí?
- Sí. 
Unos minutos después, la situación se volvió un poco más agradable. La cerveza entraba bien. La charla no era gran cosa pero era algo para hacer. Alrededor de Victoria resplandecía una angustia, o eso creí ver, pero tampoco me dejé asustar: las primeras impresiones son tiranas cuando se vuelven una costumbre.
- ¿ Y qué has leído últimamente? –pregunté.
- Me recomendaron a Carver, así que le estoy por dar una oportunidad.
- “Tres rosas amarillas”, luego el resto.
- Bueno, gracias.
El corazón me volvió a latir.
- ¿Leíste algo del viejo Hank?
- Sí, algunas colecciones de cuentos y poemas.
- Uno de mis poemas preferidos de él es OH YES –dije.
- Sí, lo conozco. ¿Vos crees que hay peores cosas en el mundo que estar solo?
- Sí –dije- pero todavía no estoy seguro de haberlas experimentado.
- Vos escribiste sobre la soledad, ¿verdad? Le dedicaste un capítulo entero.
- ¿Leíste mi libro?
- Sí, me lo prestó mi amiga, esa que está ahí –señaló a una chica que estaba en el balcón fumando un cigarrillo, y luego dijo-: me gustó mucho, menos el capítulo de religión.
- ¿Crees en Dios?
- Creo en algo, pero no lo llamo Dios. Si fuera creyente no me hubiera sentado a charlar con vos, tu opinión de “ÉL” en tu libro no es muy buena.
- Puede ser –dije.
- ¿Puede ser?
- Sí, puede ser. No sé. No me gusta hablar de religión, siempre genera problemas. Es como hablar de política. 
- Es cierto eso ja ja.
- Puede ser. No sé.
- ¿Esa es tu respuesta para todo? PUEDE SER NO SE
- No..., ¿ves?
- Sos medio idiota, ¿no?
Victoria me miró y trató de entender mis facciones. Tomó un sorbo que dejó el vaso a la mitad y lo volvió a cargar de fernet puro. Luego apoyó el celular en la mesa al lado de unas llaves. El celular destellaba de tantas notificaciones. 

- Serías más lindo sin tanta barba –dijo tropezándose algunas vocales-. Tenés lindos ojos.
- Gracias –contesté, y dudé cómo seguir. En mi cabeza Victoria ya estaba desnuda, con sus piernas rodeándome la cintura y con los muslos al rojo vivo. 
- Si me afeito, parezco un fantasma, creéme.
- No creo en fantasmas.
- Crees en “algo” al que no llamas Dios, ¿y no crees en fantasmas?
- No me convencen. 
RING.
- Tampoco están para que le creas lo que te dicen…-dije, ya un poco cansado del ping pong.
- Yo no le creo nada a nadie nunca más. 
RING RING.
- ¿Tan golpeada venís? 
RING RING RING.
- Sí… -suspiró, y nuevamente se escuchó: 
RING RING RIIIIIIIIING.
Victoria se paró de la silla con el teléfono en la mano y me pidió si podía ir a atender el llamado en la habitación. Le dije que no había problema. Me quedé sentado con las piernas estiradas y agarré mi teléfono. Cero actividad a la vista. Lo puse en vibrador y lo volví a apoyar en la mesa. Tomé el último sorbo de cerveza y fui en busca de más. De la habitación salían gritos en forma de eco. Llegué a la cocina y abrí la heladera, agarré tres latas y volví al comedor. Miré un poco alrededor. Una reunión a la cual no me interesaba pertenecer. Una ironía. Sonaba Jamiroquai y todos hablaban de algo. Me senté y cuando levanté la mirada, Victoria se estaba sentando nuevamente. Tenía la cara hinchada.
- ¿Estás bien?
- Sí, pero creo que necesito un poco de aire.
- ¿Querés acompañarme a comprar hielo? Ya no queda.
- Dale.
Bajamos por la escalera y salimos a la calle. La vereda estaba mojada y los árboles goteaban. Había parado de llover.
- Era mi ex. El del llamado. Quiere volver conmigo.
- ¿Y vos querés volver con él? –pregunté.
- Puede ser. No sé.
- ¿Esa es tu respuesta para todo? –dije.
- Ja ja ja a veces. La verdad es que lo quiero mucho pero ya se terminó. Hace unos meses me engañó con una compañera de trabajo y yo no perdono ese tipo de cosas.
- ¿Es por eso que no te gustan los fantasmas?
- ¿Y qué tiene eso que ver?
- Mucho, si lo pensás detenidamente.
- No quiero pensar ahora.
- Bueno. 
- …
Dejamos de hablar por las próximas cuadras y eso me gustó. A Victoria la estaban acechando sus propios demonios y me pareció una mejor idea caminar con la boca cerrada a que tal vez sintiera que la estaba atacando demasiado. Aparte, ¿cuál es el problema con el silencio?
Llegamos a la estación de servicio. 
- Hola, dame una bolsa de hielo –dije.
- …y un Camel Box….
- No sabía que fumabas. Y un Camel Box.
- ¿Vos fumás esos cigarrillos raros?
- No son raros, son Gitanes.
- A mí no me gustan los cigarrillos negros.
- No son negros, ya no se consiguen de ésos. Éstos son rubios.
- Yo siempre fumé Camel.
- ¿Te puedo preguntar algo? –dije, cuando la verdad es que no tenía nada para preguntar.
- Lo que quieras.
- ¿Lo que quiera? No me des esa libertad.
- ¡Ah! Escritor, ¿no? –dijo riéndose, luego se acomodó el flequillo hacia un lado y me señaló con un dedo-. Sobre todo por la barba.
- ¿Cuál es el problema que tienen las personas con las barbas? Me siento más cómodo con barba, no es un crimen.
- A mí me gusta cómo te queda, pero sin barba serías más lindo. Te lo dije hace un rato.
- ¿Sí? No me acuerdo muy bien.
- Me dijiste que si te afeitabas parecías un fantasma…
- Ah, es verdad. Si me afeito, no vas a creer que existo. 
- EL ESCRITOR FANTASMA, me lo imagino ja ja ja.
- No es una mala idea eh –y preferí mentir piadosamente. Después le di los Camel.
- Gracias. ¿Tenés fuego?
- Sí.
- A mí también me gusta escribir, cada tanto, como para descargarme, pero no se lo muestro a nadie. Me da un poco de vergüenza.
- ¿Vergüenza? – pregunté.
- Sí. No escribo hace mucho. ¿Vos hace cuánto escribís?
- Desde los quince, más o menos. Y hace muy poco que lo hago sin vergüenza.
- ¿Qué querés decir?
- Que no es fácil perderle el miedo.
- ¿Lo fue para vos?
- Si te digo PUEDE SER NO SE me vas a querer pegar, así que te digo que no –dije con un aire de conquista barato. Mi consejo es que te lances. 
- Sos un chamuyero, ¿sabes?
- ¿Hablar con propiedad es chamuyar?
- No se responde una pregunta con otra pregunta.
- Bueno. No soy chamuyero. Ahora vos.
- Bueno. No. Es que todo me suena a mentira últimamente. Te lo dije.
- Vos me preguntaste, yo quería responderte. Si querés puedo volver al silencio, no me molesta en absoluto.
- No, me gusta en lo que nos estamos metiendo. ¿Algún consejo más?
- Sí, no cruces todavía que el semáforo está en verde.
Usé mi brazo como barrera y Victoria dejó de moverse. Por alguna razón dejé el brazo en el aire y no lo bajé hasta que los autos frenaron pisando la senda peatonal. Cruzamos la avenida y abrí la puerta del edificio, subimos y cuando entramos, nada parecía haber cambiado mucho en nuestra ausencia. Mis amigos seguían ahí, dispersos entre la cocina, el comedor y el balcón, acompañados de las personas que seguía sin conocer, y todos tenían un trago en la mano. Seguía sonando Jamiroquai y había tres colillas paraguayas en el cenicero. Puse el hielo sobre la mesa y fui el héroe por unos quince segundos. Después cada uno siguió en su propio mundo. 
- Necesito pedirte un favor, y necesito que lo cumplas. Antes de contártelo, necesito que me prometas que lo vas a cumplir –dijo Victoria-. PROMETELO.
- Depende de lo que sea…
Victoria se acercó con todo su cuerpo unos centímetros. 
- Seguime el juego…dale…
- Bueno, prometo que lo voy a cumplir.
- Quiero verte sin camisa –me susurró.
- ¿Eh?
- Eso. Quiero verte sin camisa, y sin pantalones y sin ropa interior. Quiero que me desnudes y me toques y me chupes y me hagas TODO lo que quieras, TODA la noche.
- ¿TODA la noche?
- TODA la noche.
- Estoy algo borracho...
- Yo también, la vamos a pasar genial.
Victoria se alejó esos exquisitos centímetros que segundos antes nos habían acercado y se quedó con la mirada clavada en mi mentón. Durante ese instante de desapego sentí una electricidad, o eso me pareció. La verdad es que seguramente era esa puta e inevitable necesidad de sentir algo parecido al amor cada tanto, y digo PARECIDO porque amor no era y nunca lo iba a ser. Yo estaba solo y ella estaba sola. Victoria parecía sensible, dominante, narcisista, pero eso ya lo saben, y lo que aún desconocen de ella les puede llegar a dar una idea más o menos acertada del tipo de persona que me había topado, gracias a una pura casualidad llena de intención sin causa. Antes de irse en dirección al balcón con su paquete de Camel, Victoria me manoseó un poco la entrepierna y yo me puse a transpirar como si hubiese corrido durante una hora en el desierto. Eso me despabiló. Me tomé la última lata en tres sorbos y la sangre ya me galopaba desde el corazón hasta el órgano en el que desembocan los conductos del tracto genitourinario. Me paré y fui a mear con una tremebunda pero tierna erección. Volví apurado con ganas de concluir algunas cuestiones.
- Bueno, chicos, creo que es hora de irme a dormir…
- ¿En serio? –preguntó David.
- Sí, estoy cansado, tengo que limpiar este quilombo y ustedes se tienen que ir a… ¿cómo se llama ese lugar?
- Privilege. 
- Cierto, en la esquina fantasma donde nada funciona. 
- Sí, está embrujado, seguro que en un mes deja de existir.
Bajé a abrir la puerta del edificio lo más rápido que pude. Saludé a los que conocía y volví a subir. La puerta del baño estaba cerrada. Finalmente se abrió. Victoria salió de nuevo con la cara hinchada, pero como me imaginaba lo que me iba a responder, no dije nada. Me acerqué con ternura, la abracé, le di un beso y comencé a tocarle el culo. Mi eje estaba tan distorsionado por el alcohol que si no me sostenía sobre ella, me caía. Ella también empezó a tocarme el culo y me bajó los pantalones. Estábamos en la puerta del baño, justo al lado de un espejo vertical de madera oscura. A través de él vi a la boca de Victoria hacer maravillas, y me refiero a increíbles maravillas. Succionaba delicadamente el tronco con los labios mientras recorría la cuestión de arriba hacia abajo, y luego de abajo hacia arriba; intercalaba los movimientos y la intensidad de la acción como si lo hubiese ensayado cientos de veces. De a ratos la cuestión desaparecía en su boca y luego de algunas arcadas volvía a aparecer.
No podía aguantar más.
La agarré de la cadera y la empujé a la habitación. Pesaba menos que una pluma. Me saqué los pantalones y casi que la desnude con la mirada. Mi tiré encima de ella y dimos unas vueltas entre las sábanas hasta que por fin se quedó arriba. Sus gemidos eran fuertes y claros y sin embargo su movimiento pélvico era más bien suave. Cada unos segundos me retorcía las tetillas como si quisiera sintonizar una radio antigua. Quería gritar de dolor y de placer pero no podía. Si abría la boca iba a vomitar. 
- Apretáme la garganta con las manos –dijo Victoria.
- Emhgh…
- ¿Qué?
- Nada, nada –dije por encima de la acidez de mi estómago-, pero dejáme tranquilos los pezones.
- ¡Ah! ¿Qué, no te gusta? Sos un putito. Todo sensible, ¿no? ¿No te gusta disfrutar? ¿Te gusta que sea fácil? ¡Ahorcáme! YAAA.
Mientras le apretaba la garganta con la menor cantidad de fuerza posible, Victoria seguía obsesionada con retorcerme el alma. El pezón izquierdo, que ya lo sentía arrugado y gastado, empezó a sangrar a través de diminutas gotas que se aferraban a los pelos que todavía no me había arrancado con los dedos. Victoria notó el corte y la sangre que se amuchaba. 
- Yo me encargo de esto –dijo, y succionó con tanto esmero la herida que quise aplaudirla. No sé por qué, pero quise hacerlo. Luego volvió a su posición, conmigo atrapado abajo, y me sonrió con las paletas manchadas de sangre.
Decidí ponerme arriba para no darle espacio alguno a esas manos-pinzas que tenía. Antes de meterme en ella nuevamente, un espacio en blanco me dio un respiro y aproveché el momento para tomar un poco de aire y sacudir la cabeza. Toda la habitación me daba vueltas. Victoria no quiso esperar más y me acomodó entre sus piernas, enredándome la cadera y dejándome sentir el calor de sus muslos. Empecé a moverme y me metí de lleno en lo que estaba pasando. Cerré los ojos y los mantuve cerrados. Si los abría, iba a vomitar. Creo que si hacía cualquier otra cosa aparte de lo que estaba haciendo, iba a vomitar, así que mantuve los ojos cerrados, no me acuerdo por cuánto tiempo, haciendo un esfuerzo terrible para conservar la compostura. Era como penetrar a una nube en el medio del cielo. Aun sin poder ver nada podía imaginarme todo lo que sucedía y así estaba bien; como ya dije, abrir los ojos representaba un serio peligro. Finalmente lo hice. Abrí los ojos y ya me sentía mejor, salvo por el dolor de cabeza en forma de hachazo que tenía en la frente. También tenía un venado muerto en la boca y a Victoria, profundamente dormida, mirando hacia el placard. Había sol en la ventana y estaba amaneciendo. Por la habitación había pasado un tornado.
Procuré no hacer ruido al levantarme y fui al baño. Odiaba tener un espejo en el baño y tener que rendirle cuentas. Me lavé la cara y los dientes. Mi pezón derecho estaba tan lindo en comparación al izquierdo que parecía nuevo. Levanté la tapa del inodoro y ahí estaba el teléfono de Victoria descansando en el fondo del agua. Meé sentado, tiré la cadena y salí del baño en busca de algún cigarrillo perdido en el comedor. Encontré uno en el primer paquete que abrí y salí a fumarlo al balcón. Golpeé dos veces la piedra del encendedor con el pulgar y la llama apenas sobrepasó el centímetro de altura. Sentí en el aire una pizca de muerte que venía a buscarme. El viento soplaba entre los árboles hacia el sur y entraba al comedor silbando con presencia. Tuve un miedo premonitorio. Meneé la cabeza y sentí frío, mucho frío. Terminé el cigarrillo, tiré la colilla hacia la avenida y el viento la trajo de vuelta al balcón. Mierda, pensé. No me sale una. 
Luego sentí que alguien se acercaba. Era Victoria, medio despierta, medio vestida, con ojeras y los pelos revueltos. 
- Sos un hijo de puta, ¿sabes?
- ¿Qué? ¿Ni siquiera un “buenos días”?
- Está bien. Buenos días HIJO DE PUTA. ¡Te quedaste dormido!
- Sí, disculpá, es que estaba agotado.
- No, no me entendés. Te quedaste dormido arriba mío, hijo de puta, mientras garchábamos.
- ¿Sí?
- ¡SI! HIJO DE PUTA. Y no te pude despertar y estuviste como una hora arriba mío, roncándome en la oreja y babeándome. Te saqué el pito afuera y te empujé para el costado y seguiste durmiendo. ¡No tenés vergüenza!
- No sé qué decirte. Perdón. 
- Ah, ¡claro! ¿Te pensás que pidiendo perdón se soluciona todo?
- Puede ser, no sé… –le dije iluminado por el recuerdo, pero esta vez no sonrió-. ¿Qué querés que te diga? Estábamos los dos súper borrachos, no tengo muy presente lo que pasó.
- Claro, encima de hijo de puta, sos un forro. ¡Me voy!
- Hasta donde yo sé, vos eras la que quería verme sin camisa.
- Sí, y me desilusionaste. Pensé que eras distinto.
- ¿Por qué?
- No sé, me había hecho una imagen totalmente distinta de vos.
- Bueno, ahí está el problema. 
- ¡Abríme la puerta que me quiero ir!
- Bueno, no te olvides tu teléfono, está en el baño.
Victoria se cambió, fue hasta el baño y luego salió.
- La verdad es que no quiero que te vayas, ¿ no querés desayunar?
- ¿En serio pensás que podría llegar a quedarme luego de semejante humillación?
- No lo sé, pero igual me gustaría que te quedes. Cualquier persona puede tener una noche mala.
- Sí, y vos la acabas de tener.
No había manera de convencerla. Victoria salió del departamento y se quedó esperando el ascensor, puteando a los gritos, y yo me fui a paso veloz por la escalera ideando algún plan. Yo era mucho más rápido que el ascensor, aun con una resaca de las buenas. Mis pies parecían volar entre los escalones de azulejo frío y desde las puertas cercanas a la escalera se distinguían los aromas de los desayunos de mis vecinos. Ya se sentía el televisor prendido de la señora Capela, del segundo piso, sintonizado en el canal de misa como todos los días. Escuchaba las canciones religiosas y como estaba un poco sorda gritaba las letras. También bailaba y se notaba por el ruido que hacía con sus pies. Unos años atrás, el señor Capela había ganado una buena plata en la lotería y esa misma noche dos hombres entraron al departamento, forcejearon con él y lo acuchillaron en las manos, en el tórax y en las piernas. Ya en el hospital, y tajeado como un jamón viejo, la señora Capela le confesó que ella había contratado a los dos hombres porque se había enterado de sus infidelidades. Que no le importaba la plata, que lo que le importaba era que él había roto su promesa frente a Dios y frente a ella, y eso no lo podía soportar. El señor Capela se recuperó de las heridas y prometió nunca más volver a engañarla; tiempo después, desapareció sin dejar rastro. Todos en el edificio pensaban que había sido ella y así me lo advirtieron mis vecinos cuando me mudé.
- Está loca.
- No sale nunca de su departamento, el hijo viene cada un mes y le llena la heladera.
- ¡Es millonaria! ¡Es una vieja perra con suerte!
- ¡No hay justicia en este mundo, sólo la que hacemos nosotros mismos!
- Bueno, cada uno tiene lo suyo –respondí en la primera y última reunión de consorcio que fui. Solo puedo imaginarme lo que dirían de mí: ¡Es un borracho! ¡Se encierra, se emborracha y hace que escribe! ¡¡Es un fiasco!! ¡Nunca lo publican! ¡Siempre escuchando esa música satánica y tocando la guitarra! ¡La otra vez vomitó desde el balcón y se quedó dormido en el piso! ¡Yo lo vi! ¡¡Yo también!! 
Desde entonces cada vez que tomaba la escalera pensaba en la historia de la señora Capela y escuchaba la misa viniendo desde su departamento, llamándome, invitándome a pasar. Yo siempre seguía de largo. Mis pecados también. No había oportunidad. Bajé los últimos escalones y llegué a la entrada del edificio justo cuando Victoria estaba abriendo la reja del ascensor. La puerta hacia el subsuelo estaba abierta y llegaba olor a humedad y a encierro. Los gritos de Victoria continuaban. Eran fuertes, retumbaban sobre los vidrios del palier y se perdían con eco sobre las paredes del garaje. 
- Calláte un segundo, por favor te lo pido –dije. La cabeza TAC TAC TAC TAC TAC me martilleaba. 
En vez de abrirle la puerta, la intercepté con un abrazo que no esperaba. Se movió ferozmente para intentar despegarse, lo logró, y al hacerlo, me pegó unas buenas cachetadas. Tenía las manos pesadas y aros duros. Dejé que se descargara un poco y cuando me cansé la abracé nuevamente, esta vez con un poco más de fuerza.
- Esto no lo esperaba –dijo Victoria, y luego de decirlo, se calmó. 
Nos quedamos pegados unos minutos. Tenía a una persona atrapada entre mis brazos.
Subimos nuevamente, intentamos desayunar, garchamos como pudimos y luego se quedó a comer al mediodía. Sólo tenía fideos, manteca, agua de la canilla en botellas de plástico, bicarbonato de sodio, latas de conservas caducadas, sal, pimienta, galletas y mucho alcohol. Por la tarde nos quedamos tomando cerveza, whisky, mirando películas y discutiendo a los gritos. Pasada la medianoche, todo cambió. 
La vida, en su versión más salvaje, volvía a aparecer.